viernes, 9 de enero de 2009

PARA ANÁLISIS DE LA UNIDAD 3 DEL CURSO DE HISTORIA DE MÉXICO II

Sefchovich, Sara. País de Mentiras. Edit. Océano. México. 2008.
p. 325-326.

La corrupción

En el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación y en el de Petróleos Mexicanos, las plazas se heredan o venden. En el del Seguro Social, el contrato colectivo incluye la entrega de más de 200 millones de pesos para promoción de la cultura y el deporte y la organización de festivales y regalos de día de Reyes para los hijos de los trabajadores, dinero sobre el que no se piden cuentas a los líderes.[1] En el de Mineros y Metalúrgicos, el dirigente Napoleón Gómez Urrutia nunca aclaró dónde estaban millones de pesos que "desaparecieron" así nada más y en el de Trabajadores Azucareros el líder fue acusado de "no ingresar a las arcas del gremio 13 millones de dólares producto de la venta del edificio del hospital de los trabajadores a un grupo privado".[2]

¿Para qué pagar la multa si se puede dar mordida y arreglarse con el policía? ¿Para qué pagar la luz si se puede poner un diablito y colgarse o amañar el medidor o conseguir que los trabajadores de la propia empresa "instalen" el robo organizado en alguna fábrica, oficina o comercio? ¿Para qué pagar los impuestos completos si conocemos a alguien que puede vendernos facturas y recibos falsos para bajarlos? ¿Para qué tirar la comida que no se acabó ayer si al revolverla con la nueva ni se nota? ¿Para qué comprar mercancía legal si es más barata la de contrabando?

La corrupción consiste, según las definiciones canónicas, en un acuerdo entre dos partes que beneficia a ambos por encima de la ley.[3] En México, ella forma parte intrínseca e indispensable de la estructura y modo de funcionamiento del sistema político, económico, cultural y mental debido a que "es parte de un problema de diseño institucional y de efectividad y eficiencia gubernamental". Por eso, por más promesas y supuestos esfuerzos que se han hecho para erradicarla ello es imposible: existe dice Rene Millán, un ambien­te y condiciones que la propician y, dice Leticia Juárez, una tolerancia social hacia ella.[4]

¿Quiere usted faltar al trabajo y que le paguen su salario? Compre una incapacidad en el Seguro Social. ¿Quiere usted circular todos los días con su auto? Compre una calcomanía cero. ¿Quiere usted ganar una licitación pública? Invite a cenar al encargado y hágale algún regalito.

Ésta es una carta enviada a una revista: "En el fraccionamiento donde vivo en el puerto de Veracruz hay 140 casas que fueron invadidas por familias que anteriormente ya habían hecho lo mismo, pues todas tienen ya una casa dentro de este fraccionamiento. En ninguno de los dos casos han pagado un solo peso por la compra del inmueble, no pagan predial, no pagan agua, no pagan luz y ¿acaso las autoridades han hecho algo? Claro que no, son intoca­bles y más ahora que habrá elecciones el próximo año".[5]

Y es que en este país son (somos) corruptos tanto el burócrata como el ciudadano, tanto la oficina pública como la empresa privada, tanto el que da como el que recibe, tanto el que acepta como el que calla. O como decía una vieja campaña de televisión: “la corrupción somos todos”…

En la segunda parte, capítulo II. Engaños para consumo interno la autora, trata a la “Justicia Social: ¿un compromiso ineludible? Y señala.. “En México la historia de la lucha por ayudar a los pobres es larga…

La posguerra de la segunda guerra mundial dio lugar a lo que se conoce como el “Estado benefactor”, uno al que se le impuso la obligación, dice Ferenc Fehér, “de curar la enfermedad de la pobreza”. Los vencedores, reunidos en Bretón Woods, se propusieron crear “un nuevo orden económico mundial”, que ayudaría a la recuperación, y que consistía en que el Estado se convertía en agente activo paras promover la educación, la salud y la vivienda. Fue así como nacieron las políticas de seguridad social concebidas como el método moderno para garantizar el bienestar de las mayorías.

En México se adoptaron inmediatamente esas propuestas y pronto se crearon las legislaciones e instituciones encargadas de ello, con un concepto de seguridad social que consistía en atender a los sectores modernizados de la economía: los trabajadores de los sindicatos de industria, petroleros y ferrocarrileros, los burócratas, el ejército y la marina. El gobierno estaba tan orgulloso de su creación que hacía grandes discursos sobre cómo "la seguridad social realiza en su más alto grado el ideal de la solidaridad humana mientras que la asistencia responde a móviles filantrópicos, aquélla tiene una orientación redistributiva, ésta un carácter remedial".73 (Teresa del Carmen Incháustegui Romero, El cambio institucional de la asistencia social en México, 1937-1997”, tesis de doctorado de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, mimeo. México, 1997, pp. 77-81).
Pero dada la situación de miseria que había en el país, resultaba imposible abandonar del todo la ayuda remedial, única que recibían los menesterosos, de modo que se creó también un sistema de asistencia social para la población que estaba fuera de las estructuras corporativas. Así fue como quedó establecida la separación entre políticas asistenciales y políticas de seguridad social, tal que mientras por un lado se creaban las grandes instituciones que sostenían a ésta, por el otro se dejaban funcionando las que se ocupaban aquélla, que de paso servían para que las esposas de los funcionarios tuvieran una ocupación y pudieran lucir sus sombreros.

Y vaya que los lucían. La esposa del presidente Manuel Ávila Camacho se ponía los más elegantes cuando hacía sus grandes eventos: en Navidad obsequiaba ropa a los niños, en Día de Reyes juguetes y en un día especial recientemente instituido en honor a las madres, el 10 de mayo, estufas, planchas y hasta casas a las "reinas del hogar". En alguna ocasión pagó y liberó las boletas de empeño del Monte de Piedad para devolverles sus máquinas de coser a cientos de mujeres y el hecho causo gran revuelo, se le calificó en la prensa de la época de "gesto insólito que será imborrable en los anales del sentimiento mexicano".74 (“Julio Sexto, ”Las primeras damas de la República”, Hoy, 1 de octubre de 1942, p.53) Era no sólo el Estado benefactor sino más bien el Estado paternalista en su máxima expresión.

En el sexenio de Miguel Alemán se crearon la Oficina Nacional del Niño, el Instituto de Bienestar para la Infancia y la Asociación pro Nutrición Infantil. Esta última repartía 15 mil desayunos diarios y aquélla atendía a 6,500 niños en la capital y a otros 10 mil en el resto de la república, poco si pensamos que había 25 millones de habitantes en el país y un millón en la capital, pero suficiente para que se pudiera hablar de lo que se estaba haciendo a favor de los pobres.

Es claro que aunque la asistencia social seguía existiendo y que se había convertido en una atribución y obligación del Estado, no fue una política prioritaria para un país que se las daba de moderno y un régimen que se las daba de ser producto de una revolución. El gobierno mexicano se adornaba con esas instituciones, eran la fachada que se consideraba adecuada. Por eso se hablaba de ellas en los discursos oficiales y no hubo visitante cuya esposa no recorriera alguna guardería infantil y le espetaran discursos como que "el niño bien nutrido es la primera piedra base de una familia, la cual es a su vez el espíritu de una raza fuerte"75 (Anónimo, “Un rayo de luz en la nutrición infantil”, folleto sobre la esposa de Miguel Alemán, s.p.i., s.f.). y otras frases políticamente correctas para la forma de pensar y hablar de entonces.

Ahora bien: es un hecho que los gobiernos hicieron albergues, asilos, clínicas, dispensarios, hospitales, comedores públicos, en un esfuerzo enorme, ni duda cabe, aunque siempre dirigido a lo remedial, es decir, a dar de comer al hambriento y aliviar al enfermo, pero sin ninguna prevención y mucho menos sin acciones para resolver de fondo la pobreza. Como escribió Carlos M Vilas: “No se les ayudaba a salir del pozo sino que se impedía que se hundieran más”. 76 (Carlos M. Vilas, “De ambulancias,k bomberos y policías: la política social de neoliberalismo (notas para una perspectiva macro) op.cit. p.117).
En tiempos del presidente Adolfo López Mateos se le dio un impulso enorme a estas tareas, con la creación de la ley e institución del Seguro Social y la construcción de grandes centros hospitalarios y unidades habitacionales. El aumento de la población cubierta por las instituciones públicas alcanzó casi cinco millones y medio de personas.

Su esposa pudo crear el Instituto Nacional de Protección a la infancia, el cual reforzó el reparto de desayunos escolares llegando a cifras impresionantes… el siguiente gobierno… creo la Institución Mexicana de Asistencia a la Niñez, con propósitos muy similares a los del INPI”…[6]
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[1] “La corrupción tan profunda”, 10 de julio de 2003.
[2] “En sólo dos semanas ¡tres mentiras más!”, 10 de octubre de 2002.
[3] “¿Cómo vivir en México?, 23 de septiembre de 2004; “DE: ¿quién aplica la ley?”, 27 de octubre de 2005.
[4] Prieto Barcellona, “El divorcio entre derecho y justicia en el desarrollo cultural de la modernidad”, Debate Feminista. Vol. 19, abril de 1999, pp. 4-5.
[5] Norberto Bobbio, El tiempo de los derechos, Sistema, Barcelona, 1997, p 28. Este autor usa el término “vinculantes”.
[6] Sefchovich, Sara. País de Mentiras. Edit. Océano. México. 2008. p. 183-185. En esta parte llega en su descripción hasta el gobierno de Fox, mostrando que hasta la fecha no se logra disminuir la pobreza, ni el número de pobres. Se reproduce estos últimos fragmentos, en virtud de que sirven de base para contextualizar la etapa de 1940-70 y también a la protagonista de la película y la novela “Arráncame la Vida”lítica de
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Varios Autores. La Corrupción. Editorial Nuestro Tiempo. Colección Los Grandes Problemas Nacionales. México. 1970. Prólogo: guillermo montano islas. pp.9-24.

Cuando se vive en un ambiente determinado, cuyas características configuran las distintas formas de vida de una sociedad o de un pueblo, que crean hábitos y normas de conducta que por su práctica diaria podrían parecer a primera vista normales, resulta difícil determinar los límites entre lo que se entiende por corrupción y lo que se acepta como honradez. Entre lo que es moral y lo inmoral. Entre la honestidad y la deshonestidad.

Si es cierto que todo el mundo tiene un concepto claro y preciso de lo que estos términos connotan y significan, en un extremo de la gama de matices, es decir, en su cabo más burdo y aparente, no lo es menos que en el otro extremo resulta positivamente difícil dirimir la cuestión, ya que esto depende fundamentalmente del criterio y del ambiente en que tales conceptos tienen vigencia y, en consecuencia, variarán en forma importante según la perspectiva social desde la cual se enfoquen.

El concepto de corrupción, noción casi intuitiva en determinadas circunstancias, es tan amplio, de límites tan vagos y de tan proteicas manifestaciones, que cualquier definición resultaría siempre parcial y demasiado circunscrita y, por lo mismo, incompleta. Por ello es mejor no definirlo, sino interpretarlo; entenderlo y sentirlo a la luz de ciertas premisas preestablecidas.

Este libro, que no pretende examinar las múltiples facetas e innumerables aspectos de la corrupción, y menos aún tratarlos en forma exhaustiva, ya que ello sería punto menos que imposible, tie­ne en cambio el propósito de señalar algunos de los más agudos, dramáticos y trascendentales aspectos que, a manera de cúspides, sobresalen de algo mucho mas profundo y que se encuentra en la base misma de nuestra organización social, con el propósito ulterior de volvernos más concientes, para «acudir nuestra modorra y habitual pasividad y fácil acomodamiento a una situación cada día mal grave y que progresa constantemente, con caracteres cada vez más agudos, deformando y desquiciando nuestra actual forma de vida, que lenta pero inexorablemente nos conducirá a un callejón sin salida, sin otra solución que la explosiva y violenta cuando se haya llegado al límite de paciencia y tolerancia del organismo social.

La corrupción como fenómeno social no es nueva, ni mucho menos privativa de alguna nación, raza u organización social; es tan antigua como la humanidad misma, y viene aparejada como la som­bra a un objeto, siguiendo todas las peripecias y adoptando todas las formas que la historia de la humanidad ha contemplado en su evolución.

La corrupción, a manera de hidra, se infiltra en todas las manifestaciones y en todos los niveles de la vida.

Podríamos anotar, simplemente con fines de catalogación, la corrupción en la vida pública, en la burocracia, en la política, en la justicia, en el periodismo, en la ciencia, en la cultura, en la educación, en la "iniciativa privada", en la banca, en el comercio, en el campo, en los sindicatos, etc. Cada una de estas manifestaciones exterioriza matices propios y autóctonos que permiten diferenciarlas, porque adopta las formas más sutiles y finas, pero siempre recubiertas con un matiz de honradez, a la sombra del cual discurre la existencia en forma aparentemente agradable y estimulante para quie­nes, habituados a vivir en ese ambiente, lo encuentran cómodo y satisfactorio.

La tupida maraña de intereses creados, perfectamente entrelazados y eslabonados, obliga al individuo a moverse dentro de estos canales férreos pero, al mismo tiempo, anchos y fáciles de la ilegalidad, que le impiden en forma casi absoluta discurrir por los caminos de la ley y de la honradez.

Quienes, con agallas suficientes y decidida valentía, pretenden enfrentarse a esta ciclópea estructura casi siempre perecen en el camino, por desadaptados e ilusos.

El mundo se ha conmovido estrepitosamente con motivo de los magnicidios y asesinatos de tipo político que se han venido sucediendo con creciente regularidad en los últimos años, y que por momentos han llamado la atención de la moderna sociedad sobre hechos que, a fuerza de repetirse, han adquirido caracteres de normalidad y familiaridad. Sin embargo, el número de crímenes es infinitamente mayor y aumenta alarmantemente, bajo las condiciones y formas más diversas, en la vida diaria, dentro de lo que cómodamente englobamos en nuestro mundo con el nombre de "lucha por la vida". En efecto, la libre competencia, la libertad de comercio, la libertad de la industria y de algunos otros de los pilares tradicionales del régimen capitalista, a poco de quitarles el baño electrolítico de decencia y de honradez que aparentan tener, exhiben las más bajas, sucias y arteras maniobras que uno pueda imaginar para eliminar a los competidores del mercado, dentro de un régimen social que no sólo permite este tipo de maniobras sino que las propicia al amparo de una justicia de tipo clasista, fundamentalmente al servicio de los grandes capitales y monopolios. En este sistema la avaricia y la usura han sido y son los motores propulsores de las enormes riquezas de individuos, monopolios y naciones.

Desde que la propiedad privada, el dinero y la riqueza han sido el primum movens de la organización social, la corrupción, así como su contrapartida, la honradez, han estado siempre supeditadas a los intereses de clase, a la división entre clases explotadoras y clases explotadas. Durante toda la historia las primeras han propiciado la supervivencia de las segundas, en la medida en que han sido útiles, necesarias e indispensables para el acrecentamiento de la fuerza de las poderosas oligarquías, y es así como nos parece normal, aunque no natural, el que haya que tirar millones y millones de toneladas de artículos alimenticios de primera necesidad, en un mundo en el cual las tres cuartas partes de sus habitantes tienen hambre, tanto crónica como aguda, y carecen de los más elementales servicios humanos; y esto se hace con tal de no bajar el precio de esos artículos, hecho que disminuiría en un poco las ganancias fabulosas de los detentadores del régimen capitalista, cuya voracidad y ansia ilimitada de riqueza, además de no tener límites, adquiere los caracteres de una maldad y deshumanización apenas concebibles. El caso de Biafra es impresionante, ya que es el paradigma dramático de los desajustes entre un mundo que todo lo tiene y otro que todo lo necesita. D número de personas que mueren diariamente de hambre debería, por su cuantía, haber levantado en el mundo capitalista, en el llamado mundo libre y en particular en todos los países ricos, una ola de solidaridad y de comprensión humanas, para evitar que esto suceda y no recibirlo con frialdad y desprecio, como si fuera un hecho normal.

Y las formas que asume la corrupción en África no son privativas de ese continente. Los signos que exhiben la explotación, el relajamiento y la miseria propios de un régimen social decadente, que desde hace largo tiempo vive al margen del estricto código moral que enarboló en sus comienzos, se repiten en cada país de América Latina.

Corrupción, y no otra cosa, son el hambre, la ignorancia y el abandono en que viven millones de personas en las áridas regiones del norte de Chile, y en el nordeste brasileño, en el nordeste de la Argentina, en el sur de México y en las feraces tierras de la América Central; corrupción es el enriquecimiento escandaloso de la oligarquía latinoamericana, la supeditación de industriales y comerciantes a los grandes monopolios extranjeros, la complacencia y el entreguismo de los gobiernos hacia los ricos, y el desprecio a las más legítimo aspiraciones de las masas populares; corrupción es el empleo de la represión y la violencia y, al mismo tiempo, de la intriga y la calumnia de que se valen las clases en el poder para preservar sus privilegios; corrupción es el servilismo de los dirigentes obreros que traicionan a la clase de la cual proceden, el hacinamiento inhumano de millones de familias en viviendas decadentes, improvisadas y sucias, en vecindades y favelas, ranchos y callampas, como lo es también la prostitución, el trabajo de los niños, la evasión sistemática del pago de impuestos y la destrucción genocida de recursos naturales, monumentos artísticos y seres humanos que el imperialismo yanqui realiza en Vietnam.

El caso de los grandes consorcios farmacéuticos, en cuya organización y competencia se impide la baja de productos medicinales de primera necesidad y es casi normal engañar al público mediante dos procedimientos: primero, poner un producto distinto del que anuncian, y segundo, poner menor cantidad de la que anuncian, con las trágicas consecuencias que para la salud de la comunidad pueden traer estas formas de competencia gangsteril. En cuanto a los productos alimenticios, en su preparación química se llega al extremo de producir alimentos contaminados y tóxicos, como los vegetales envenenados con insecticidas. Ambos casos no son sino muestras de un tipo de inmoralidad y corrupción permitidos.

De todos es conocido el papel que juegan la banca y los negocios financieros, origen de muchas de las grandes riquezas actuales, en el desarrollo del mundo capitalista, en el cual el progreso evidente y fundamental de las clases explotadoras se toma como índice del progreso de un país en el que la miseria, el hambre y la ignorancia de las clases productoras de riqueza ascienden a cifras astronómicas. El pecado mortal de esta clase social es ser pobre, e indefectiblemente tiene que pagar los platos rotos.

Como toda la estructuración social, política económica y jurídica del mundo capitalista o "mundo libre" está organizada únicamente para esta clase, de manera de afianzar e incrementar sus intereses, eliminando a sus competidores más débiles, resulta que se crea un mundo nuevo pero muy real, muy poderoso, muy fuerte, al margen de la legalidad de que se sirven para encubrir monstruosas irregularidades e injusticias.

Este fenómeno, esta situación conduce inexorablemente a la sociedad a buscar en el dinero el elemento fundamental y el propósito esencial, así como la meta a la que hay que llegar a toda costa, hecho éste que abre un ancho e ilimitado panorama de facilidades para satisfacer todas las ambiciones de una sociedad, legítimas o ilegítimas, que no tiene límite alguno, ya que éste se puede desplazar más y más, en la medida en que la fuerza del dinero vaya ampliando el radio de acción de las ambiciones.

En muchos de nuestros países, el más escalofriante asesinato puede pasar casi inadvertido si hay dinero suficiente para deformar los hechos, en todos los niveles, hasta hacerlo aparecer como un inocente suicidio.

Se permite y se legaliza el que grandes compañías fraccionadoras improvisen gigantescos conglomerados urbanos y semiurbanos, para robar inicuamente a la gente infeliz que no tiene ni siquiera idea de la enorme trampa en que cae. El tráfico y dramático ejemplo que en el propio corazón de México nos da la Ciudad Netzahualcóyotl, donde viven alrededor de seiscientas mil personas, y algunas decenas de las llamadas eufemísticamente colonias proletarias, cuyo espectáculo durante las recientes inundaciones nos ha ofrecido la más degradante demostración de miseria y abandono, no es sino uno de los mil ejemplos de fraude y corrupción que nos salen al paso.

Algunas grandes firmas comerciales han encontrado un blanco perfecto en la pobreza de las gentes, al hacerlas caer en el anzuelo de las ventas a plazos, mina inagotable de ganancias estratosféricas, bajo un sistema tan bien estructurado que prácticamente resulta inaceptable, para aquéllas, que algún cliente adquiera una mercancía pagándola al contado, porque ello les limita el nuevo tipo de ganancias. Esta forma de agio, perfectamente institucionalizada, hasta el grado de hacerla aparecer como un sistema natural de ventas, con el sólido apoyo de una publicidad mañosamente deformada llega a hacer creer al público consumidor en los beneficios que reportan a su economía estos promotores del bienestar social.

Todas las profesiones llamadas liberales, a las cuales ha aspirado un sector muy importante de nuestra juventud porque en ellas ve la posibilidad de ganar mucho dinero en poco tiempo, meta a la cual se llega por canales perfectamente bien establecidos, que proponen una serie de artificios y una gran cantidad de actos de escasa moralidad, aunque normalmente aceptados, hacen que el servicio público y social al cual se supone están destinadas sea supeditado a la satisfacción de deseos de tipo personal que no tienen límite pero que, de ser posible, siempre van en aumento, y cuya satisfacción tienen que papar en última instancia quienes se supone que van a recibir tales servicios. Es así, por ejemplo, romo ron la "práctica médica de la libre competencia", orientada y transformada en comercio y en industria, el boato, el exhibicionismo y la ostentación suplen socialmente, con buen éxito, a la capacidad, el aludió y la técnica. La mediocridad con buen éxito es catalogada como ciencia y sabiduría.

La práctica de las dicotomías en la percepción de los honorarios profesionales, a todas luces inmoral, así como la corrupción que ejercen muchas firmas farmacéuticas al dar participación a los médicos por cada una de las prescripciones que hagan de determinada droga, no son sino algunos botones de muestra que sirven para ejemplificar un estado de inmoralidad que tiene raíces mucho más hondas y más extensas; y esto en una de las profesiones que a juzgar por el consenso de opinión y por los laxos patrones de moralidad que nos sirven de medida es de las más honestas o, mejor dicho, de las menos deshonestas.

En el mundo universitario y en los niveles de la educación media y superior, donde uno podría suponer que la cultura va aparejada a un grado proporcional de conciencia social, el ejemplo que se ofrece a la juventud es sencillamente deplorable, ya que un porcentaje muy considerable de profesores imparten un mínimo de las clases que debían impartir, y un número más grande aún de las personas que ejercen la docencia y la investigación tienen dos o tres puestos de tiempo completo, cuando no exclusivo, casi siempre incompatibles físicamente.

Es dentro de esta contextura social y académica donde con cierta frecuencia surgen algunas de las figuras de renombre en nuestro medio científico y universitario, cuyo pedestal se asienta en este tipo de inmoralidad, corrupción y servilismo.

El tener marginada a la juventud y no hacerla partícipe, en forma proporcionalmente importante, de las responsabilidades de la vida ciudadana y académica, porque las vías de acceso a ésta se encuentran ya taponadas por nuestra burocracia científica, conduce inevitable y necesariamente a los brotes violentos de una juventud que busca salida a sus inquietudes y necesidades y no vislumbra en su futuro un porvenir mediato ni inmediato.

Nuestros regímenes constituyen el paraíso de los intermediarios, pulpo gigantesco que se enriquece con increíble rapidez a costa de los dos extremos del proceso comercial e industrial: el productor y el consumidor, y cuyas ganancias van a engrosar el poder de los bancos, que a su vez cierran el círculo prestando con todas las limitaciones y férreas disposiciones del sistema bancario a los consumidores, que tienen que devolver el dinero a su lugar de origen.

Hay una curiosa narración: la historia de un peso que en largo recorrido llegó, al cabo de algún tiempo de pasar por manos y manos, a su lugar de origen, convertido en quince o veinte pesos. Y el relato, que artificiosa y mañosamente se utiliza como signo de prosperidad y de progreso, es interesante porque en la vida diaria se producen a cada momento casos análogos, en los que un peso M multiplica no quince ni veinte sino cincuenta, cien y más veces. Cada país de nuestra América, aun los más pequeños y pobres, ha visto a unas cuantas familias amasar fortunas enormes. En los años de la segunda guerra mundial, mientras pueblos enteros luchaban contra el nazismo para garantizar la propia supervivencia, hábiles empresarios, terratenientes, banqueros y funcionarios empezaron en México a hacer de las suyas. La escasez no fue para ellos el signo de una crisis o la manifestación de una guerra a muerte por la libertad; fue más bien una coyuntura propicia, una oportunidad de fáciles y pingües ganancias. El dinero se hacía tan fácilmente que todo parecía un mágico artificio. Aquel era el momento de especular con la escasez, con el sacrificio y hasta con la muerte; de especular con divisas, con bienes raíces, con oro, con materiales estratégicos, con medicinas, con chatarra, con todo lo que otros necesitaran apremiantemente y estuvieran dispuestos a comprar a un alto precio. Así surgieron o se incrementaron notablemente muchas de las grandes fortunas de hoy, que si bien descansan en lo que para todos los capitalistas es la lícita explotación del trabajo ajeno, con frecuencia entrañan, además, una buena dosis de ilegalidad, de robos y fraudes, de adulteraciones, contrabandos, despojos y maniobras de toda clase.

La Revolución la hicieron los campesinos, y la redención de éstos ha constituido desde hace muchas décadas una de sus más limpias banderas; sin embargo, sesenta años no han sido suficientes para sacar de la miseria a un sector tan fundamental e importante en la vida de México. En esta afirmación todo el mundo parece estar de acuerdo, hasta los más optimistas funcionarios de nuestros regímenes políticos; la mayoría de ellos reconocen el fraude y el despojo sostenido y constante de que han sido objeto los campesinos, ahora en dos frentes: por un lado por los latifundistas antiguos y modernos, y por el otro por los "redentores", a través de los bancos ejidales, los comerciantes e industriales y las instituciones de crédito, cuya malla de organización está tan bien estructurada que a imposible para un campesino escapar a sus tentáculos. Aquellos que insisten y lo logran es a costa de grandes riesgos, entre ellos la pérdida de la vida. Suman ya un número importante los campesinos asesinados por tratar de modificar esta situación.

Dentro de esta red no hay posibilidad ninguna, ni presente ni futura, de que la masa campesina en general tenga un porvenir amplio y estimulante; en el mejor de los casos sólo se ha logrado sacar de la miseria a un sector muy pequeño de ellos, para que entre en una pobreza tolerable, pero no más allá.

Un reflejo de tal situación se encuentra en la actitud de sectores importantes de campesinos de las regiones del norte de México, cultivadores de algodón, que han preferido en algunas situaciones las onerosas condiciones impuestas por la Anderson Clayton a las que "revolucionariamente" les ofrecen los bancos ejidales, las instituciones de crédito privadas y otros intermediarios.

Por una inflexión de justamente ciento ochenta grados, han sido los líderes agrarios y los comisarios ejidales los instrumentos más eficaces y más despiadados de los latifundistas, los especuladores y otros intereses espurios para mantener a los campesinos en la situación en que se hallan actualmente.

Desde otra perspectiva, que no por conocida deja de ser importante tener en cuenta, la condición en que se encuentra el movimiento sindical mexicano es igualmente grave. Las múltiples formas de sometimiento, de aherrojamiento y despolitización del sector obrero con tantas y tan variadas en cantidad y en calidad, que su simple enumeración rebasaría amplísimamente los propósitos de este recordatorio. Bástenos con mencionar que la injusta aplicación de la cláusula de exclusión, la eternización de la inmensa mayoría de los líderes en sus puestos y su confabulación con el capital y con los gobiernos en turno, son hoy algo sin paralelo en la historia del movimiento obrero mexicano.

En cuanto surge un líder honrado, recio, rebelde, le conforman el delito de "disolución social", norma que ha sido rebasada por el dictamen que emitió, en forma absolutamente insólita, el Departamento de Prevención Social de la secretaría de Gobernación, al negar a Demetrio Vallejo y a Valentín Campa la libertad preparatoria que solicitaron y a la que tenían derecho, creando el delito de "intención y contumacia ideológica", gracias al cual se les condena a seguir recluidos en la Penitenciaría por haber comprobado la firmeza de sus convicciones y su fidelidad a las ideas que los llevaron a la cárcel.

Una de las corruptelas más definidas y que perfilan con más nitidez cierto aspecto de nuestra estructuración socioeconómica es conocida bajo el nombre de mordida, término popular de tremenda: fuerza expresiva, que marca en forma por demás precisa todos los matices de este aspecto de la corrupción. Constituye un denominador común subyacente en cualquier forma de actividad que un individuo quiera desarrollar en México, en todos los niveles, y con su versatilidad constituye una verdadera entelequia o un fantasma cuya presencia y fuerza se sienten pero en un momento dado no se pueden delimitar.

Las propinas, las pequeñas dádivas de dinero que los más modestos empleados aceptan por dar trámite al más insignificante asunto, que de otra manera se alarga hasta el borde de la desesperación al desembocar en el "tortuguismo", con las técnicas y tácticas más refinadas para encontrar siempre alguna falla de tipo formal, secretarial o de interpretación, que conduzca inevitablemente a la pro­pina en pago del trámite y la resolución.

Los regalos, cuya cuantía y esplendidez varían en proporción directa del rango del funcionario que los recibe, hasta alcanzar dimensiones descomunales en algunos de los extraordinarios contratos de que viven la mayoría de las grandes empresas, generadoras de innumerables formas de corrupción y que se han encargado marginalmente de "hacer justicia" a muchos funcionarios "revolucionarios", son otras muestras de esta situación.

No es un secreto para nadie que la inmensa mayoría de los funcionarios aprovechan sus puestos para practicar múltiples formas de la deshonestidad que les permite, al terminar su función, una vida plácida, tranquila, sin preocupaciones, en esos cuarteta de la Revolución que son Las Lomas y el Pedregal. De ahí la desesperación y el ansia constante y permanente de mantenerse a flote en cada período presidencial, en jugosos puestos que dan, con d poder, facilidades increíbles y prebendas de todo tipo.

Todo el pueblo de México sabe perfectamente bien quiénes son los escasísimos funcionarios honrados, honrados, honrados, que después de un período presidencial salen con el pie derecho y alta la cabeza, en la misma situación en que entraron, olvidados y menospreciados, objeto de múltiples epítetos peyorativos por "haber dejado pasar la oportunidad", sobre todo en una sociedad y un ambiente que no sólo estimula a los altos funcionarios venales sino son inflexible rigidez, hace, según la ya trillada frase, vacua y sin sentido, "caer todo el peso de la ley" sobre infelices empleados que cometen pequeños robos, explicables la mayoría de las veces por la miseria en que viven, aunque de ninguna manera justificables.

La organización político-social y jurídica que, como ya hemos dicho, no sólo se complace con la corrupción y la venalidad en niveles superiores, sino que premia y estimula a ese tipo de funcionarios, dándoles altos puestos de gran responsabilidad en reconocimiento al hecho de haber dejado obras materiales que en muchos casos han sido de dudoso beneficio social y mas bien sirvieron para acumular grandes fortunas, constituye uno de los aspectos más perniciosos y más deplorables de esta realidad, que se agrava aún más por la circunstancia de que un gran número de obras materiales, realizadas por medio de contratistas privados, por lo mal pla­neadas y peor realizadas quedan inservibles al poco tiempo de inauguradas y requieren una reconstrucción total, cerrándose así el círculo vicioso de deshonestidad y despilfarro que gravita dolorosamente sobre el pueblo empobrecido.

El lujo ostentoso y rastacuero, ampliamente difundido por una prensa que bajo la forma de págínas socíales exhibe con caracteres alarmantes este nuevo tipo de sociedad, estimula y propicia los deseos de engrandecimiento, que en general son proporcionales a la facilidad y la amplitud con que los funcionarios son sobornables y desechables, de manera que en la actualidad el ser millonario a secas pasa inadvertido. Cualquier persona puede serlo, circunstancia que no le da ninguna característica especial que dentro de su clase la distinga de los demás.

A medida que más amplios sectores de la clase media inescrupulosa irrumpan en el sector de la clase adinerada, tanto en su carácter de consumidores corno en el de productores de bienes de especulación, ejercerán una influencia cada vez más decisiva y nefasta en el ámbito de nuestra organización social, originando un rechazo y un desplazamiento automático de los valores sociales mora­les vigentes, en detrimento de los millones de seres miserables que pueblan nuestro mundo.
La riqueza, más allá del mínimo que permite al individuo vivir con dignidad humana y satisfacer sus necesidades inalienables como ser viviente, no cambia básicamente el modo de vivir de la gente adinerada, y cuando produce un cambio, éste no es proporcional al aumento de los ingresos, sino que va a aumentar el caudal de dinero que engendra los grandes monopolios, que a su vez cierra el círculo férreo que mantiene a las tres cuartas partes de la humanidad en condiciones infrahumanas de vida. El capitalismo, dándose cuenta de que la caldera de la miseria sube de presión hasta niveles altamente peligrosos para sus intereses, ha encontrado un magnífico pretexto en el control de la natalidad, que bajo la cobertura de una sincera planeación familiar trata simplemente de evitar la explosión de la caldera.

Los revolucionarios convertidos en millonarios tratan aún de convencernos de los beneficios que sus latrocinios han dejado al país.

La avaricia y la usura, como se ve, han sido las generadoras de las enormes riquezas de individuos y monopolios. Este mismo fenómeno, trasladado al nivel estatal, se manifiesta en el despiadado saqueo de los países subdesarrollados por parte de los países coloniales imperialistas, que han impuesto la rapiña y la esclavitud como método normal de política.

Un hecho curioso resulta ser la actitud altamente crítica y objetiva de políticos encumbrados que ponen "el dedo en la llaga'' de la corrupción, el soborno y el cohecho que constituyen algunos de los rasgos de nuestra organización social actual. Y lo hacen con mucho conocimiento de causa, por haber actuado en forma muy importante para mantener y propiciar la situación que ahora critican; en la mayoría de los casos por el simple hecho de que ya no están en el candelero y, en consecuencia, piensan que la Revolución todavía no les hace plena justicia, porque tienen que vivir fuera del presupuesto.

Resulta que cuando un simple ciudadano señala concretamente los vicios de que hablamos lo tildan inmediatamente de agente subversivo y le configuran el delito de disolución social; en cambio, cuando es un exfuncionario importante el que señala los errores ambiente en que antes vivió y prosperó lo tachan, con muy justa de desleal y despechado y afirman que "respira por la herida”.

Un funcionario muy importante del régimen pasado declara: “La corrupción pública parece no abandonarnos", y la famosa frase del general Obregón: "No hay general que resista un cañonazo de cincuenta mil pesos", ha pasado a connotar un embute de principiantes. Actualmente los "cañonazos" adquieren proporciones estratosféricas, pero ahora se exteriorizan en forma de créditos y fugas presupuestales. Por otro lado, uno de los capítulos en que corrupción, el soborno y el cohecho están mejor y más sólida y hábilmente estructurados es el de las oficinas y departamentos de compras de todas las agencias gubernamentales e instituciones descentralizadas, donde la mordida impera en forma floreciente e inamovible, con la ayuda eficaz y complementaria de los miles de interesados -personas o empresas- en hacer tratos con el Gobierno.

Independientemente de los deseos que hayan podido tener aisladamente algunos personajes de los últimos regímenes presidenciales de modificar la situación, el resultado final ha sido negativo, debido fundamentalmente a que se mueven dentro de una rígida estructura de cuyo marco es difícil salir, y que sigue constituyendo en fuente inagotable de enriquecimiento para un sector muy numeroso de privilegiados, a costa, claro está, del empobrecido pueblo mexicano, sobre cuyas maltrechas espaldas recae pesadamente el auge de ese sector cada día más poderoso.

Nuestro asombro llegaría a los límites del azoro y la perplejidad el día en que algún investigador tuviera interés en cuantificar la magnitud de los dineros que se mueven por estos mecanismos. Seguramente no bajarán de algunos miles de millones, con los cuales podrían haber hecho obras de beneficio social que habrían desde ese tiempo favorecido al enorme sector de la población que es presa de la miseria, el hambre y la ignorancia.

Imaginémonos, simplemente, para no citar sino un ejemplo, la cantidad de millones que se sustraen al pueblo de México por concepto fiel contrabando, que va desde el modesto fayuqueo hasta el de magnitudes gigantescas que se realiza por funcionarios altos del régimen en turno, o por coyotes de corte internacional.

Otra forma muy curiosa, pero no menos importante por su trascendencia social, de los negocios corruptos realizados por los grandes monopolios es el alquiler, en escala internacional, de diferentes tipos de maquinaria y equipos, como computadoras, aparatos fotocopiadores, máquinas IBM, etc., que no se venden en ninguna circunstancia pero se rentan a precios altísimos que tienen que pagar, sin más alternativa, justamente los países en vías de desarrollo, explotados y esquilmados.

Echando una ojeada panorámica a la historia de los grandes monopolios y los grandes magnates, y a la forma en que han hecho sus fortunas, hallamos que a lo largo del tiempo han logrado medidas político-económicas que les permiten, gracias a una serie de triquiñuelas -declaraciones fiscales alteradas, exenciones de impuestos, concesiones, etc.-, quedarse con una proporción cada vez mayor del producto nacional y redondear una personalidad de que han carecido toda su vida: de honradez, de generosidad, de desprendimiento y munificencia. Mecenas de la ciencia, dedican una muy pequeña parte, casi mínima, de su enorme riqueza a fundar instituciones científicas y de carácter técnico en que los hombres de ciencia de gran envergadura pasan a ser asalariados de categoría cuyas contribuciones extraordinarias no hacen, en buena parte, más que afianzar imperios financieros, industriales y comerciales, con la inevitable subordinación ideológica y el aumento de un poderío político por medio del cual se presiona al Estado y se le fuerza a seguir una pauta fundamentalmente de acuerdo con intereses antisociales.

Es tan complejo el problema de la corrupción, tan arraigado en nuestro país, que ante él es fácil caer en la actitud escéptica y hasta derrotista de muchos y dejarse llevar por la corriente. ¿Para qué quejarnos -se oye decir a menudo- de que las cosas andan mal, si siempre ha sido así? ¿Por qué no ser realista y sensato -agregan otros cínicamente- y comprender que sólo los tontos prefieren trabajar a enriquecerse sin esfuerzo? Que hay corrupción, de acuerdo; pero, ¿acaso no la hubo bajo el alemanismo, o incluso en los años veintes, cuando casi todos los generales y abogados revolucionarios empezaron a dejar de serlo? ¿Acaso no la hubo bajo el gobierno de científicos y terratenientes del porfiriato? ¿Quién podría dudar siquiera de la corrupción reinante bajo la tiranía de Santa Anna, cuando el clero, el ejército y los agiotistas se lanzaron como buitres sobre la riqueza nacional y los fondos de un erario en perpetua bancarrota? Y bajo el régimen colonial, ¿no abundan los testimonios irrefutables de una inmoralidad militante, a la que no escaparon ni obispos ni virreyes?

Que la corrupción en México viene de muy atrás, que su origen se remonta a etapas tan lejanas que ya es difícil recordarlas, es indudable. La corrupción, sin embargo, no es una debilidad, un rasgo propio, y menos un atributo inherente al mexicano o al ser humano en general. Pensar que el hombre es deshonesto por naturaleza, como puede ser frágil, inestable o imperfecto, más que a tratar de entender la corrupción equivale a renunciar a explicarla como fenómeno social; es atribuir al hombre, corno tal, lo que es fruto de un sistema socioeconómico que hace precisamente del hombre la principal de sus víctimas.
La economía tradicional, y con ella la moral del capitalismo dioico, postularon que el interés individual era no sólo el móvil central de la conducta humana sino el único medio de lograr el progreso y la felicidad sociales. Persiguiendo el lucro en un ambiente de libertad serían posibles la competencia, el avance técnico, b mejor división del trabajo, el empleo racional de los recursos y d justo reparto del producto social. Entre el interés individual y de la sociedad no debía haber contradicciones o incompatibilidades, sino armonía y complementaridad. El capitalismo debía, así, levar sin contratiempos a un orden social en el que todos los hombres y todos los países fuesen iguales, iguales ante la ley y en las oportunidades de progreso.

A siglo y medio de que tales principios se establecieron como verdades indiscutibles, como dogmas de una nueva fe científica, será difícil reivindicar su validez. El interés individual, que a menudo se forja en el contexto y aun se confunde con las exigencias egoístas de una clase privilegiada, no es el camino de la felicidad. Antes bien, es un factor determinante de la explotación de la mayoría, y de las tensiones y conflictos que la desigualdad y la injusticia traen consigo. En una sociedad como el capitalismo monopolista de hoy, en que la irracionalidad ha llegado a extremos monstruo de los antagonismos y contradicciones ahondan y la corrupción se vuelve uno de los pilares del sistema.

¿Cómo no ser pesimista ante ese cuadro? ¿Cómo no serlo cuando incluso se admite que el mal es inevitable? ¿No quiere ello decir que lo que hagamos para combatir la deshonestidad será sim­plemente una manera de estar en paz con nuestra conciencia? Nada de eso. La corrupción, como hemos dicho, es un fenómeno social, esto es, un hecho histórico, un problema limitado 'en el tiempo y el espacio y que está íntima, orgánica, indisolublemente vinculado a una sociedad clasista. Subrayar la inevitabilidad de la corrupción bajo el capitalismo, sobre todo en los países económicamente atrasados, es, en consecuencia, una forma de expresar que un capitalismo puro, blanco, virtuoso, en el que desaparezcan los graves vicios que esquemáticamente hemos tratado de destacar en estas páginas, es enteramente utópico.

El que en mayor o menor grado la corrupción sea inevitable en el capitalismo no significa, por fortuna para el género humano, que el capitalismo sea también inevitable, mucho menos eterno. Vivimos una etapa de profundas transformaciones sociales en la que pueblos secularmente sometidos y explotados empiezan a romper viejas cadenas y a liberarse material y espiritualmente. Muy cerca de nosotros, en la hermosa isla de Cuba, un pueblo hermano que por décadas fue víctima de la más desenfrenada corrupción, que bajo la influencia y voracidad de comerciantes nacionales y, sobre todo, extranjeros, vio multiplicarse los garitos y los prostíbulos, el contrabando, el tráfico de drogas, la inmoralidad administrativa y todos los negocios sucios imaginables, ha comenzado a rehacerse, a recobrar la dignidad y el vigor que había perdido, y en un cortísimo lapso muchos viejos problemas, de aquellos que los "realistas" cubano* creían insolubles, han quedado sólo como un recuerdo desagradable y como el signo de una etapa histórica fundamentalmente liquidada por la Revolución.Y es una revolución, precisamente, lo que en nuestros días se requiere para acabar con la corrupción que asfixia a los pueblos latinoamericanos. Con reformas palaciegas, con llamados inocuos a la honradez, con protestas justas pero limitadas a unos cuantos ciudadanos; con campañas burocráticas en favor de la moralidad administrativa; con sermones cristianos que aconsejan al hombre ser hermano y no lobo del hombre, los vicios que padecemos seguirán en pie sin que podamos extirparlos. Se necesita un cambio revolucionario, un cambio verdaderamente estructural; y un cambio de tal naturaleza sólo puede ser promovido y consumado por el pueblo, por las masas pobres, por las víctimas de la corrupción y no por quienes la alimentan en su beneficio.

¿Qué es el Capitalismo?